Viaje al fin de la noche

VIAJE AL FIN DE LA PINTURA. Antonio Molina Flores

Si buscamos el espacio en el que la pintura deja de ser un arte ensimismado, autorreferencial y narcisista, tal vez nos encontremos con una tradición más fecunda de mixtura, de influencia y de contaminación con otras artes o, dicho de otro modo, con otras formas de vida.
Hablamos de ese espacio bidimensional en el que la pintura -sin dejar de ser pintura- linda con la poesía, con la novela, con el ensayo, con el arte. Con el arte, sí, pero no como un lugar privilegiado del encuentro, sino como uno más de los posibles. Y así como no todo experimento en física es ciencia, no toda pintura es arte. El “arte” es una dimensión exterior que se suma al objeto, desde valores objetivos y subjetivos, pero no algo intrínseco a la obra. Ese mérito hay que ganarlo. Ganarlo en las sensibilidades, en las miradas de los demás, en el justo reconocimiento de los colegas y en el aprecio de quienes saben más que nosotros.
Cuando Joseph Kosuth propuso una ampliación radical de los límites del arte no recurrió a la historia de éste, sino a la filosofía de Wittgenstein. Esa sorprendente relación con el Wittgenstein de Cambridge y sus juegos de lenguaje fecunda conceptualmente un arte aburrido ya de pasar de una vanguardia a otra, como quien cambia de habitación, pero sin salir de la misma casa.
Los críticos dirán hoy que la pintura de Cristina Cañamero es neo-esto, pos-tal o pos-cual, pero esos matices dentro de muy poco tiempo ya no interesarán a nadie. Lo importante, tal vez, sea decir que su pintura nace de las lecturas que han supuesto para ella una convulsión interior, un aprendizaje verdadero, porque los tonos aprendidos en tales obras suponen un salto profundo que se abre a otros espacios. Por eso su medio, siendo la pintura, se sirve de referencias múltiples, guiños, conceptos, ideas, palabras.
Y tampoco llevará muy lejos recurrir a la sociología para enmarcar estas obras dentro de procesos de globalización o prácticas posmodernas. Lo mejor es enfrentarse a la obra en sí misma y descubrir los nuevos modos de vivir la intimidad, que ella nos propone.
El cuadro nace del choque intuitivo con algo extraño, pero poco a poco el tema se va adentrando hasta hacerse propio gracias a un meticuloso trabajo, a una forma amorosa y consciente de ejercer el oficio. Así, el placer físico y el disfrute intelectual van juntos, de modo que los elementos emocionales y los noemáticos ya no se diferencian después de este proceso, dando en un acabado que se aleja de las obras que se muestran sin terminar o, directamente, mal hechas. De ahí la importancia del dibujo como disciplina, como “disegno”, como primer destello de la obra.
Pero si podemos decir que la obra reciente de Cristina Cañamero es un viaje al fin de la pintura no es sólo por utilizar un título de Céline, sino porque se evidencia en su obra la insuficiencia de un arte presuntamente autónomo, la imposibilidad de un arte puro que no se mezcle con la publicidad, la televisión, el cine, los graffitis, el cómic o los dibujos de nuestros hijos.
Y si nuestra vida hoy está, frecuentemente, atravesada por estos elementos, ¿qué sentido tiene un arte que no se deje contaminar por ellos?
La pregunta más técnica sería: ¿puede algún arte ser hoy pop y conceptual al mismo tiempo?
La pregunta admite, al menos tres respuestas.
Desde un punto de vista general podemos decir que las categorías historiográficas o los paradigmas científicos sirven para clasificar, para ordenar el caos, para empezar a entender de qué estamos hablando, pero en un segundo momento se vuelven insuficientes. Solamente los artistas mediocres admiten ser clasificados en movimientos que funcionan como marcas publicitarias, como franquicias. Cuando analizamos una obra singular, esas generalizaciones no nos sirven.
En segundo lugar, desde el punto de vista subjetivo el artista debe mirar la historia del arte como una herramienta de trabajo, como el disco duro de nuestro ordenador. Y podremos releer siempre a nuestro antojo los relatos que de ella nos llegan. Pero ningún artesano trabaja con una sola herramienta. Ese disco se puede reformatear. Entonces irrumpen los demás elementos de los que también se compone nuestra existencia y esa historia gloriosa se ha de traducir a un incierto presente. Se ha de leer sin tanta gloria, pero en nuestra piel, formando parte ya de nuestros días y nuestras tardes.
Por supuesto que un arte puede tener, a la vez, parecido con elementos del pop y cierto aire de familia con propuestas conceptuales. Con el pop en el uso de imágenes prefabricadas, en el reciclaje de materiales heterogéneos, en el uso de claves publicitarias, en la voluntad de comunicación mayoritaria… Con los modos conceptuales en la utilización de la ironía, el empleo de imágenes junto a palabras creando un híbrido que funciona en clave de paradoja, el carácter reflexivo y la aserción tautológíca.
La tercera respuesta es: No hay límites.
No nos dejemos embaucar por críticos y entendidos –generalmente integrados-, ni desconcertar por los apocalípticos. No reconozcamos más autoridad que la de nuestros sentidos. Amemos, disfrutemos y luchemos contra esta pintura que nos llega como un rayo de luz oscura, como un fogonazo que ilumina nuestro particular viaje al fin de la noche.

Crítica de la exposición

Inmersión en la propia intimidad
Pintura y dibujo. Cristina Cañamero. Viaje al fin de la noche.
Centro Cultural Provincial. Málaga. C/ Ollerías, s/n. Hasta el 7 de marzo de 2008.
La pintura de Cristina Cañamero (Campillos, Málaga, 1970) procede directamente del pop. El pop, como es bien sabido, es un lenguaje de la neovanguardia específicamente anglosajón, pero que ha influido en muchísimos otros lugares, entre ellos España desde finales de los sesenta, aunque de un modo un tanto forzado, pues no se daban las condiciones económicas ni sociales para ello. Ahora bien, el que la obra de Cristina proceda genealógicamente del pop no significa que sea estrictamente una artista pop. De este lenguaje ha recogido sobre todo la técnica, el uso de colores planos, la definición de los contornos, la presencia de la figura humana, pero ha ido progresivamente obviando el lenguaje de los medios de masas, la temática consumista, la seriación y multiplicidad de las imágenes. En este sentido, Cristina Cañamero tiene una particular tendencia romántica hacia lo íntimo, hacia el ámbito de la soledad individual. Al mismo tiempo, le interesa la comunicación, la relación entre los seres.
Esta muestra que ofrece ahora explora esos territorios. Y lo hace desde el conocimiento preciso de determinadas obras literarias, del impacto que esas creaciones han tenido en su espíritu. Es ya de por sí significativo el título de la exposición, señal de la conmoción que ha debido causarle esa inmersión en el horror que es la novela de Céline. Antes de empezar el relato, Céline advierte que el viaje del que va a hablar es por entero imaginario, y que va de la vida a la muerte. Cristina bucea en las profundidades del yo, pero, en cambio, se detiene, sorprendentemente también, en la ternura. Influencia, seguro de otras lecturas, de otras experiencias menos desastrosas. El azul de sus composiciones, el efecto como de negativo fotográfico, evocan las «Antropometrías» de Yves Klein, que se movía en los aledaños del pop, pero que abrió caminos muy fértiles al conceptual. Estos mismos cuadros de Cristina, con tres o cuatro veces más su tamaño y suprimiéndoles las palabras punteadas, hubiesen logrado quizás una contundencia plena.
© Enrique Castaños Alés
Publicado originalmente en el diario Sur de Málaga el 1 de febrero de 2008

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